La narración balompédica acepta exageraciones y comparaciones épicas que evocan la guerra
Un partido de fútbol es como una batalla. Los equipos son enemigos incluso en los encuentros amistosos. Los futbolistas se juegan su honor en cada contienda. Cuando visitan un feudo, tratan de conquistarlo y hacer que el rival hinque la rodilla. Aquel que tome más territorios, sin descuidar el propio, ganará la guerra (y el título).
El duelo empieza tras la formación de las escuadras en líneas ofensivas y defensivas, y después de que los capitanes se saluden y elijan el terreno. Cada equipo tiene un escudo y unos colores. El balón es el único proyectil, el arma, aunque algunos traten de tomarse la justicia por su mano.
Armas de asalto
A partir de ahí dependerá del acierto de arietes y defensas el resultado del partido. Un delantero tanque siempre intimida, sobre todo cuando se dispone a armar la pierna para tirar, disparar un misil, un cañonazo, un obús o un torpedo para lograr una diana. Si le imprime potencia al balón, habrá fusilado al portero. Será el nuevo héroe de la afición. Y si se acerca muchas veces con peligro, lo estará bombardeando. Más sutil es el francotirador, aquel que tira con mucha precisión, especialmente las faltas.
Si el rival tiene el control del balón y crea peligro (o simplemente trata de matar el partido con posesiones largas), el objetivo será quitarle el esférico, desarmarlo, e iniciar el contraataque; galopada al canto. Porque, al contrario de lo que ocurre en la guerra, el encuentro balompédico termina cuando el árbitro pita el final.